Hace muchos años, era yo más joven, escribí
una carta a un extraño hombre. Era color violeta y olía a mil flores.
Firmaba la misma con mi nombre y así me expresé yo, la pobre, si
señores, la pobre...
"Hombre infernal que a mi sosiego
robas, que la paz de mi espíritu quebrantas, oye la voz de quien te
adora a ciegas y hasta tu orgullo necio se rebaja. De tu pasión al
bárbaro suplicio, vivo perennemente condenada, mientras contemplo
desgajada en llantos ese frío desdén con que me tratas. No tengo más
ensueño que tu nombre, no quiero oír más voz que tu palabra, no anhelo
más amor que el de tu pecho, ni ambiciono otro bien que el ser tu
esclava. Con ansias busco tu radiosa frente, busco inquieta la luz de tu
mirada, y ti inhumano sin medir mi angustia, brindas tu amor a cien
deidades falsas. Rendida estoy en la fecunda lucha y miro ya perdida la
esperanza, de llegar a ser dueña de tu vida, de llegar a ser dueña de tu
alma...Si pues, soy una víctima inocente, de este amor que consume mis
entrañas, te maldigo y te condeno al mismo crimen, de este horrible
martirio en que me hallas. Pido que te enamores ciegamente, como un
idiota, de una mujer mala y que ella te desprecie y te maltrate, como tú
cruel e ingrato me maltratas."
Hizo poco caso, era él tan
joven, de aquella sentencia que en letras deformes le lancé furiosa a
ese extraño hombre. Pero anduvo el tiempo que todo lo roe y el hondo
presagio se cumplió a la prostre. Hoy vive angustiado, hoy él es el
pobre, muere de adorarme con pasión insomne y mi amor en vano busca por
el orbe. Hoy yo lo desprecio, hoy yo me le escondo, me llama y no voy, me
habla y no oigo, me cuenta sus dudas y me río entonces, le vino apurado
mi castigo enorme...Ya está bajo el peso de mis maldiciones.
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