martes, 14 de junio de 2016

Mi abuela Nora



Miro esta foto de mi abuela Nora  y mi mente se pone como en caída libre. Hace más de dos décadas que ya no cumple años.  Es posible que tampoco hubiese  llegado hoy a cumplir los ochenta y ocho, tal vez sí, pero quedó una dolorosa  posibilidad totalmente incierta.
 Llevaba días en esa curiosa posición pre-mortem, con la mirada enganchada al techo y  diluyendo lo poco que le quedaba de vida entre las sábanas blancas de aquel hospital, y mientras el cáncer se dividía y multiplicaba en su interior, su espíritu dejó de luchar y  abandonó  su física y enferma figura. Yo no sé si encontró alivio al final del camino, quiero creer que sí, pero mientras se fugaba involuntariamente hacia la muerte, nada ni nadie a su alrededor pudo retenerla, ni siquiera el amor de todos sus seres queridos. Me duele el día y me sigue doliendo el recuerdo de aquel instante. Empezaba así el primer salto base de mi corazón, directo al abismo del dolor y sin paracaídas, en picada, interminable, horriiiible. Fue uno de esos momentos que no se borran jamás, y que justo ahí, en esa porción brevísima de pérdida, empiezas a comprender que nada es para siempre, que aquello que más quieres no te pertenece, que somos vulnerables y que es muy fácil quedar a merced  de la despiadada y egoísta muerte.
No hay edad adecuada para perder a la persona que amas. La gente finge prepararse, pero no es verdad,  se sufre desde el momento cero, incluso antes de que nada pase, porque el pensamiento te lleva en algún momento de la vida a pensar en eso, en si sucede, en que jamás lo quieres, ¿pero... y si pasa? - ¡Dios, que fuerte!
   Mi abuela merecía morir a los 120 años y no a los 63. Antes de enfermar tenía entonces la misma edad que tiene hoy mi madre y estaba llena de mucha vitalidad. En su cara aún perduraban las huellas de un accidente que le provocó una fractura en la mandíbula, pero era un bello defecto que la caracterizaba por una sonrisa especial y una expresión de fuerza y nobleza a la vez, que era difícil no amarla con tan solo una mirada. Pilar de una familia numerosa que crecía  revuelta, pero unida en torno a su vida. Era la matriarca de un clan familiar que llevan más rasgos de ella que de mi abuelo, y no faltaban nietos para entretenerla un rato, y aún así era intensa con todos y cada uno de nosotros.
   Quedarnos al cuidado de mi abuela mientras mi madre  trabajaba, era como estar en un cole sin perímetros ni  reglas, pero con una permisibilidad controlada,  y aunque delante de su naríz mi primo perdió dos dientes, mi hermana mudaba una vez más el pellejo de su maltrecha rodilla y yo me precipitaba por un agujero a más de tres metros, al final de la jornada terminabamos todos sentados, bañados, remendados, peinados y listos para la repratriación familiar como si nada hubiese pasado.
 Verla cada día era una bendición. La abuela era como un regalo en forma de ángel sabio ante nuestros ojos, y pese a que no encontró la cura para su cáncer, tenía remedios para todo y para todos. La recuerdo invocando a los santos mientras hacía cruces en mi panza, me recomponía el estómago con masajes en las piernas o me quitaba la picazón del cuerpo con mejunjes  de romerillo. Sus manos santas curaban erisipelas, malos augurios y hasta dolores de muela. Pero lo mejor estaba en su alma, porque con su bondad, curaba también desamparos, rechazos y soledades. Su infinita generosidad  hicieron de ella una mujer piadosa y quienes a su lado buscaron  ayuda, encontraron  lo mejor del ser humano.
   Su muerte seguirá siendo el flash que me deslumbre el alma por momentos, pero en mis recuerdos, toda su vida perdurará como una hermosa y eterna instantánea  que nunca envejecerá.

Por el recuerdo de mi abuela, con amor.

-.Emnis
   
  






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