Bendito aquel que tuvo el temple de abandonar el nido y aprendió a vivir desde la distancia. Benditos aquellos que buscaron refugio en tierra ajena porque en su tierra, sobraban los profetas, y sus ideas fueron perseguidas y anuladas. Bendito el que desafió los mares y navegó con la brújula que el viento le brindaba y se perdió entre manglares, pero al final llegó, corrió, saltó y cayó de bruces ante la libertad. Benditos los que sobrevivieron con esperanza y con fe, mientras perdían toda referencia de aquel horizonte conocido y viajaron hacia un mundo diferente, con espacios, costumbres, historias, culturas, personajes y valores totalmente nuevos. Bendito aquel que se sobrepuso a la confusión, al miedo, a la inexperiencia, a la marginación social y mezcló su identidad hasta fundirse en el medio. Bendito el exiliado, el expatriado, el desterrado, el expulsado.
Y bendita yo también, porque así me decía mi madre y mis abuelos siempre que me marchaba de casa: - Bendición mamita, bendición abuelo, bendición Papito y me respondían "Santito mija, Santito".
Así que les hablaré de mi exilio personal, de aquel que comenzó cuando me alejé de casa la distancia suficientemente como para empezar a extrañar. Escuelas al campo, el servicio voluntario, la escuela militar, mi etapa de cadete en la universidad de medicina, la residencia, el trabajo y el matrimonio en sí, con la consecuente salida del país; hicieron todas ellas la suma de mi llamado exilio personal. Y así, alejada de todo cuanto siempre había tenido, dígase familia y pueblo en general, pero sobre todo, de esa familia a la que tanto quiero, comenzó mi obstinada carrera, esa que me obligaba a insertarme en esas otras nuevas realidades con colores y sabores muy diferentes a los de mi pueblito natal.
- ¡Sí, correcto! Llámenlo crecimiento personal, desarrollo físico o estadios de la vida; pero para mí fue como mudar la piel y dejar el alma a la intemperie una y otra vez.
Toda aquella metamorfosis personal vivida minuto a minuto, me fue llenando el morral de la añoranza, hasta tal punto que en cada despedida que me hacía mi madre, llorábamos tanto, pero tanto, que decidimos reír y hablar en vez de llorar; pero que va, tras cada discurso de despedida, hasta el perro lloraba con nosotras a moco tendido. Inevitable, irremediablemente inevitable tal situación, sobre todo cuando tienes que dejar atrás tanto amor. Y ahí, en ese punto exacto de despedidas y tristezas, comenzaron mis dudas, mis crisis de identidad, mis inseguridades. Aquella adolescencia entrando en constantes fases de luto por la pérdida irremediable de mi niñez resguardada. Aquella, mi temprana juventud, se fue haciendo mayor, fuerte, luchadora, simuladora fiel de momentos tristes, experta en las perspectivas que la vida me brindaba en cada momento. Me fui haciendo sensible, pero a la vez, resistente de una fase que se prolongó en el tiempo donde no hubo retorno más que para cortas y estrictas vacaciones de regreso al hogar.
Nunca he podido eludir mi exilio voluntario, digo voluntario porque no tiene nada que ver con la política, ni con el sistema; tiene más que ver conmigo, con mi expatriación, con mi fuga hacia esa libertad controlada y ese espíritu de aventura que tengo de conocer que había más allá del lindero de mi casa, de mis fronteras. Y aunque en mi trayecto migratorio he estado rodeada de personas increíbles, buenos amigos y mi esposo, me sigue acariciando esa soledad familiar que, por desgracia, no he podido palear y no he logrado tenerlos aquí a mi lado como me gustaría, porque si no, hasta los restos del perro que yacen en el patio de la casa, hubiese venido conmigo.
Mi exilio fue temprano, y "gracias" que no fui sietemesina como mi hermana, si no, mi exilio sí que hubiese sido aún más prematuro. Ella por suerte (creo yo), aún pasea bajo las faldas de mi madre, mientras yo me agarro a las fotos y recuerdos de mi último viaje.
Y así, como una más de este inmenso fenómeno grupal que es la inmigración, vivo enlazada en la lejanía con mi familia y amistades, acortando distancias a través de las palabras y simulando un bienestar que se ensombrece por tan prolongado desarraigo y sigo aquí; extrañando mi cuna, mi barrio, mi gente, y muy escasamente llorando mientras voy aprendiendo cada día las cosas maravillosas de este hermoso país que poco a poco me adopta.
-. Emnis Campos Calzado.